Miserias de la vida del hombre de letras
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Grabado de Voltaire. Frontispicio del Diccionario Filosófico, 1843 |
A M. Lefevbre
Por: Voltaire
-1732-
Tu vocación, mi querido Lefevbre, es demasiado definida como para que puedas
resistirla. Es menester que la abeja elabore su cera, que el gusano de seda
hile, que M. de Reaumur los diseque, y que tú les cantes. Serás poeta y hombre
de letras no tanto porque así lo hayas deseado, sino porque la naturaleza lo ha
querido. Pero te equivocas mucho al imaginar que disfrutarás de la
tranquilidad. La carrera de las letras, y especialmente la del genio[1],
es más espinosa que la de la fortuna. Si tienes la desgracia de ser mediocre
(lo que no creo), ya tendrás con ello remordimientos para toda la vida; si
triunfas, tendrás enemigos; caminarás sobre el borde de un abismo, entre el
desprecio y el odio.
“¡Pero cómo! –dirás-. ¿Seré odiado, perseguido, por haber hecho un buen
poema, una pieza de teatro elogiada, o por haber escrito con éxito una novela,
o por haber tratado de esclarecer mi espíritu instruyendo de paso a los demás?”
Sí, amigo mío, he ahí lo que te hará desdichado para toda la vida.
Supongamos que hayas hecho una excelente obra: tendrás que abandonar tu cuarto
de estudio para ver al censor real[2];
si su manera de pensar no coincide con la tuya; si él no es amigo de tus
amigos; si lo es, en cambio, de tu rival; si él mismo es rival tuyo, te será
más difícil obtener el privilegio correspondiente, que a un hombre desprovisto
de la protección de las mujeres lograr un puesto en el comercio.
Pero en fin: luego de un año de rechazos y gestiones, tu obra se
imprime. Es entonces cuando te será preciso adormecer a los cancerberos de la
literatura o hacerlos ladrar a favor tuyo. Hay permanentemente tres o cuatro
gacetas literarias en Francia y otras tantas en Holanda; pertenecen a facciones
distintas. Los editores de estos periódicos tienen interés en que sean satíricos;
los que trabajan en ellos están al servicio de la avidez del editor y de la
malignidad del público. Te propones entonces hacer sonar estas trompetas del
Renombre; cortejas a los escritores, los protectores, los eclesiásticos, los
libreros; todo tu empeño no conseguirá sin embargo que alguno de estos
periodistas te zahiera. Tú le respondes, él replica, sostienen ambos una
polémica ante el público, y éste condena a las dos partes al ridículo.
Mucho peor será todavía si escribes para el teatro. Comparecerás ante el
areópago de veinte actores, gente cuya profesión, aunque útil y agradable, está
manchada por la injusta aunque irrevocable crueldad del público. Este
desdichado envilecimiento en que se ven sumidos les irrita; en ti encuentran un
candidato y te prodigan entonces todo el desprecio de que se ven cubiertos. De
sus labios te llegará la primera sentencia; te juzgan; se hacen cargo, al fin,
de tu obra: no hará falta más que un gracioso mediocre en la platea para
hacerla caer. Si triunfa, el llamado teatro italiano[3],
el de la feria[4],
la parodian; veinte libelos tratarán de probar que no debería haber triunfado.
Los sabios que comprenden mal el griego y que no leen jamás lo que se escribe
en francés, te desdeñarán o afectarán desdeñarte.
Llevas temblando tu libro a una dama de la corte; ella lo entrega a una
dama de compañía que hará con él papelillos para el cabello; y el lacayo
galoneado que viste la librea del lujo insultará tu traje, que es la librea de
la pobreza.
En fin; admitimos que la reputación de tus obras haya obligado a la
envidia a proclamar que no careces de méritos. He ahí todo lo que puedes
esperar en tu vida. ¡Pero qué bien se vengará la envidia persiguiéndote! Se te
imputarán libelos que ni habrás leído, versos que desprecias, sentimientos que
jamás habrás sentido. Será necesario pertenecer a un partido, porque de lo contrario,
todos los partidos se volverán contra ti.
Existe en París un grupo numeroso de pequeñas sociedades[5] presididas
siempre por una mujer, que en el crepúsculo de su belleza hace brillar la
autora de su espíritu. Uno o dos hombres de letras son los ministros de este
pequeño reino. Si no tienes el cuidado de formar parte del número de los
cortesanos, estarás entonces en el de los enemigos, y se te denigra. Mientras
tanto, a pesar de tu mérito, envejecerás en el oprobio y en la miseria. Los
puestos destinados a la gente de letras son entregados a la intriga, y no al
talento. Un preceptor obtendrá, mediante la intervención de la madre de uno de
sus alumnos, un puesto que tú ni siquiera te atreves a soñar. El parásito de un
cortesano cualquiera te arrebatará el empleo que te correspondía.
Que el azar te conduzca un día a una reunión donde se encuentre algunos
de esos autores reprobados por el público, o uno de esos semisabios que no
tienen siquiera el suficiente mérito para ser autores mediocres, pero que
desempeñan un cargo cualquiera o pertenecen a alguna sociedad[6].
Inmediatamente sentirás, por la superioridad que afecta ante ti, que estás
colocado exactamente en el último peldaño del género humano.
Al cabo de cuarenta años de trabajo, resuelves al fin buscar mediante intrigas
aquello que jamás se otorga al solo mérito. Intrigas entonces como los otros
para entrar en la Academia francesa y para ir a pronunciar con voz cascada, el
día de tu recepción, un discurso que al día siguiente será totalmente olvidado.
Esta academia francesa es el secreto objetivo de las aspiraciones de todos los
hombres de letras.
No es sorprendente que deseen ingresar a un cuerpo donde siempre hay
gente de mérito, y del cual esperan, aunque bastante vanamente, ser protegidos.
Pero me preguntarás por qué hablan entonces tan mal de él hasta el día en que
son admitidos, y por qué el público, que respeta tanto a la Academia de
Ciencias, se cuida tan poco de la Academia francesa. Es que los trabajos de la
Academia francesa se exponen a la luz del público y los otros permanecen
velados. Todo francés cree saber su idioma y se jacta de tener buen gusto; pero
no se jacta de ser físico. Los matemáticos serán siempre para la nación en
general una especie de misterio, y por consiguiente algo respetable. Las
ecuaciones algebraicas no dan lugar al epigrama ni a la canción ni a la
envidia; pero se juzgan duramente esas enormes recopilaciones de versos
mediocres, de discursos de circunstancias, de arengas, y esos elogios que son
casi siempre tan falsos como la elocuencia con la cual se los dice. Está uno ya
cansado de ver la divisa de inmortalidad[7]
al frente de tantas declamaciones que lo único inmortal que tienen es el olvido
a que están condenadas.
Es muy cierto que la Academia Francesa podría servir para fijar el gusto
de la nación. No hay más que leer sus Remarques
sur le Cid; el celo del cardenal Richilieu ha producido al menos este
excelente efecto. Obras de este tipo serían de una utilidad sensible. Desde
hace cientos de años se las reclama al único cuerpo de donde pueden surgir con
fruto y provecho. Se lamenta uno que la mitad de los miembros de la Academia
esté compuesta por señores que no asisten jamás a las reuniones, y que en la
otra mitad, se encuentran apenas ocho o nueve escritores realmente asiduos. La
Academia se ve con frecuencia descuidada por sus propios miembros. Sin embargo,
no bien uno de los cuarenta miembros que la forman han dado el último suspiro,
diez candidatos se presentan. Un obispado no suscita tantos pretendientes. Se
acude a Versalles, se hace hablar a todas las mujeres, se pone en actividad a
todos los intrigantes, se mueven todos los resortes; odios violentos son con
frecuencia del fruto de estas diligencias.
El principal origen de esas horribles coplillas que han perdido para
siempre al célebre y desdichado Rousseau[8]
radica en que perdió el sillón al que aspiraba en la Academia. Si obtienes este
favor sobre tus rivales, tu honor no será muy pronto más que un fantasma; si
sufres un rechazo, tu aflicción será real. Podrá escribirse sobre la tumba de
casi todos los poetas:
Ci-gît, au bord del’Hippocrène,
Un mortel longtemps abusé.
Pour vivre pauvre et méprisé,
Il se donna bien de la peine.[9]
¿Cuál es la finalidad de este largo sermón que acabo de hacerte? ¿El de
apartarte del camino de la literatura? No; no podría oponerme de este modo al
destino. Te exhorto solamente a la paciencia.
Traducción de
Roger Pla
[1] Celle
du genie, es decir, la de la poesía, la de la literatura de imaginación en
prosa o verso.
[2] L’examinatuer (en el original), es
el censor real encargado de leer la obra a publicarse y en base a cuyo informe
se concede o no el privilegio para su edición.
[3] Se
refiere a la commedia dell’ arte, donde
figuran siempre los tipos tradicionales de Arlequín, Pierrot. Colombina,
Casandra, etc.
[4] La Foire, alude a la feria de Saint
Germain o Saint-Laurent, donde conjuntos de provincias desempeñaban farsas,
diálogos, pantomimas, etc., para el público grueso.
[5] Se refiere
a los famosos “salones” del siglo XVIII parisiense, entre los que figuraban los
de Mme. De Lambert, de Tencin, du Deffand, etc.
[6] Dans
quelque corps, en el original. Cuerpos,
compañías o sociedades científicas o de eruditos.
[8] Juan
Bautista Rousseau (1671-1741), fracasó ante La Motte, en 1710, en su intento de
ingresar a la Academia. Con este motivo dio a publicidad varias coplas
difamatorias contra su rival, quien, en 1712, le hizo condenar por el
Parlamento.