A fuego lento
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© Cortesía Forzada |
Por El Negro
Pero que nunca falte el guiso, el mojao, lo que mi abuela llamaba el mojamijo del pollo o la carne, que
pertenecía al arroz más que a la proteína
y hacía del plato un todo conectado con cada uno de los sabores ajenos a sí
mismos, que juntaba la liga y lo demás, incluso más que los partidos de la
Selección (ojo, con mayúscula, y si se pudiera con colores y vuvuzelas, porque
la veladora de la sala es por la salud del tío y el trabajo del nieto sólo
hasta que juega Falcao). Lo que une a Colombia más a diario que el fútbol es el
debate, el odio y el amor de la política y la guerra. Ese antagonismo propio y
las ganas de que un presidente mande a callar medio país: pa que no jodan, pa
que devuelvan lo que no es de ellos, pa que las cosas sean como antes, cuando
no había guerra, cuando no mataban a la gente, cuando había plata, no había
vicio y el macho era macho. O sea: como nunca ha estado nuestra patria.
Los lugares pacíficos y civilizados (si es que eso significa algo) en la
faz de la tierra se hicieron con candela. Europa era el cultivo de la guerra,
un terreno fértil y diverso donde las armas purificaban al pueblo y los héroes
eran los que más mataban. El Estado-nación europeo nació de las autodefensas
que ganaron los pleitos y pedían las vacunas que se legitimaron como impuestos.
La lucha alimentó a la plebe y el odio al vecino (el de afuera, no el que
vendía el pan) era el mojamijo de un
continente entero. En Europa hay paz porque casi exterminan todo lo que para
ellos fue el mundo a mitad del siglo pasado. Porque se quemó el guiso, porque
se chamuscó la carne, porque el arroz se secó y porque no había bulto de azúcar
que le quitara lo ácido al jugo.
Las crisis hacen las naciones, así como un arroz quemado hace al chef.
Lo abrupto crea conciencia, lo drástico hace al pueblo manso y lo explosivo
hace la paz. Porque como decía el profe: la letra con sangre entra.
Pero Colombia no es así. No señor. Aquí la gente se muere de a cuotas, el
arroz se pega pero no se quema, la guerra lleva más de medio siglo (y que me
vengan con que se acabó la violencia) y los pueblos están lo suficientemente
lejos y desconectados como para que acá solo lleguen los tuits: #NoMásMuertos
#ElCaucaSomosTodos #PazPorFavor #GolDeJamesPapá.
Nos normalizaron la violencia y no nos aguantamos la paz, porque paz sí
pero no así ¿y así? No, así tampoco, a eso le falta sal y plomo. Acá la guerra no purifica al pueblo pero sí lo hace coger carácter, como
cuando el pelao se raspa en la calle, porque eso lo hace hombre.
Somos así porque hay candela, pero a fuego lento. Colombia no está
caliente sino sofrita. Nos hicimos con la llama baja, pero siempre encendida.
Acá la democracia significó participar en la guerra con una X. Acá el silencio
de los rifles da síndrome de abstinencia y la política es un juego de a quién
vamos a odiar hoy, a qué mitad del país se le da la batuta para insultar y
quién se va a encargar para que no nos volvamos como Venezuela.
Que ni se le ocurra a la olla pitar por la presión porque se entierra
como a los líderes sociales. Que si el cucharón se cae al piso no se lava, sino
que se encierra porque aquí no hay lugar para la impunidad. Este país se hizo a
fuego lento y no se deja enfriar, y así nos disfrutamos. Que viva el trigésimo
séptimo país más feliz del mundo, y el sexto en víctimas de minas
antipersonales. Que viva el jugo de guayaba ácido, pero no lo suficiente como
para cambiarlo.
Ojalá este síndrome de abstinencia prospere, porque el cucayo es rico,
pero mata, y en el futuro la memoria sí nos va a doler, como duele la lengua
cuando el mojamijo está muy caliente.