Roberto Bolaño: Prefiguración de Lalo Cura
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Roberto Bolaño © Cortesía Forzada |
Por CortesíaForzada
El 15 de julio de
2003, en Barcelona, se apagaba una de las voces más sólidas de la literatura en
lengua castellana de los últimos tiempos: Roberto Bolaño. El nombre de este magnífico
chileno es insoslayable al momento de referirse al quehacer literario de América
y sus particularidades más insospechadas. Poeta de quilates, novelista
inolvidable, cuentista denodado y crítico severo, en Bolaño encontramos muchas
de las páginas más memorables y arraigadas en el imaginario de los lectores de
nuestro siglo, quienes siempre tienen en la punta de la lengua una frase de Los detectives salvajes (1998), de su
inagotable y póstuma 2666 (2004) o algún
verso de sus Perros románticos (1993).
Según refiere Susana Cella, el
escritor uruguayo Mauricio Rosencof dijo que la principal cualidad de su buen amigo,
el también escritor Tomás de Mattos, era su preciosa capacidad de síntesis. El sarcasmo
de Rosencof bien podría atañer a Bolaño quien cultivó novelas más largas que
las ya bastante extensas Fragata de las
máscaras (1996) y ¡Bernabé, Bernabé! (1988),
de Tomás de Mattos. Donde sí hallaremos la capacidad de síntesis de Bolaño es
en su libro póstumo Entre paréntesis,
título que recoge diversos textos en los que aflora la crítica más rigurosa, la
mirada holística de un lector desbordado de tradición, el revisionismo de ese
mismo canon, en ocasiones obsoleto, y, fundamentalmente, el entusiasmo de un
escritor frente a las plumas de sus contemporáneos. Sí, Bolaño fue también un
minucioso lector de sus compañeros de época y dedicó páginas elogiosas al
mexicano Juan Villoro, al guatemalteco Rodrigo Rey Rosa, al salvadoreño Horacio
Castellanos Moya, a los españoles Javier Cercas y Miguel Casado, así como
también a los argentinos César Aira y al fallecido Oswaldo Lamborghini, entre
otros muchos autores.
Para este décimo quinto
aniversario luctuoso, en CortesíaForzada hemos dispuesto homenajear
al Bolaño cuentista, por ende les traemos su relato “Prefiguración de Lalo
Cura”, contenido en Putas asesinas (2001). El escritor colombiano Pablo Montoya, también ganador del Premio Rómulo Gallegos, como Bolaño, trajo a
colación este cuento como uno de los textos donde mejor se nota el oficio del chileno, y en
cuyas páginas revolotean aquellos personajes con mordeduras en al alma y los
más sórdidos derroteros de la belleza.
Sepan ustedes
disfrutar de Roberto Bolaño y su imperecedera pluma.
PREFIGURACIÓN DE LALO CURA
Por Roberto Bolaño
Parece mentira,
pero yo nací en el barrio de los Empalados. El nombre brilla como la luna. El
nombre, con su cuerno, abre un camino en el sueño y el hombre camina por ese
sendero. Un sendero tembloroso. Siempre crudo. El sendero de llegada o de
salida del infierno. A eso se reduce todo. Acercarse o alejarse del infierno.
Yo, por ejemplo, he mandado matar. He hecho los mejores regalos de cumpleaños.
He financiado proyectos faraónicos. He abierto los ojos en la oscuridad. Con
extrema lentitud abrí los ojos en la oscuridad total y sólo vi o imaginé aquel
nombre: barrio de los Empalados, fulgurante como la estrella del destino.
Naturalmente, os contaré todo. Mi padre fue un cura renegado. No sé si era
colombiano o de qué país. Latinoamericano era. Pobre como las ratas, apareció
una noche por Medellín dando sermones en cantinas y burdeles. Algunos creyeron
que era un agente de los servicios secretos, pero mi madre evitó que lo mataran
y se lo llevó a su penthouse en el barrio. Vivieron juntos cuatro meses, hasta
donde yo sé, y luego mi padre desapareció en el Evangelio. Latinoamérica lo
llamaba y él siguió deslizándose en las palabras del sacrificio hasta
desaparecer, hasta no dejar rastro. Si era sacerdote católico o protestante es
algo que ya no sabré. Sé que estaba solo y que se movía entre las masas
afiebrado y sin amor, lleno de pasión y vacío de esperanza. Cuando nací me
pusieron por nombre Olegario, pero siempre me han llamado Lalo. A mi padre lo
llamaban el Cura y así fue como mi madre me inscribió en el registro civil.
Todo legal. Olegario Cura. Hasta fui bautizado en la fe católica. Mi madre, sin
duda, era una soñadora. Se llamaba Connie Sánchez y si ustedes fueran menos
jóvenes y más viciosos su nombre no les resultaría extraño. Fue una de las
estrellas de la Productora Cinematográfica Olimpo. Las otras dos estrellas eran
Doris Sánchez, la hermana menor de mi madre, y Mónica Farr, nacida Leticia
Medina, natural de
Valparaíso. Tres buenas
amigas. La Productora
Cinematográfica Olimpo se dedicaba a las películas pornográficas y
aunque el negocio era semiilegal y el ambiente
francamente hostil la empresa
no se hundió
hasta mediados los ochenta.
El responsable fue un alemán
polifacético, Helmut Bittrich,
capaz de ejercer
de gerente, director,
escenógrafo, músico, relaciones públicas y ocasional matón de la productora. A
veces incluso actuaba. Para estos menesteres usaba el nombre de Abelardo Bello.
Un tipo extraño este Bittrich. Nunca lo vieron con el pene erecto. Le gustaba
levantar pesas en el gimnasio Salud y Amistad, pero no era marica. Sólo sucedía
que en el cine nunca se lo metió a nadie. Hombre o mujer. Si se toman la
molestia lo pueden ver haciendo de mirón, de maestro de escuela o de espía en
el seminario, siempre en un discreto segundo plano. Lo que más le gustaba era
actuar de doctor. Un doctor alemán, se entiende, aunque la mayor parte del
tiempo ni siquiera abría la boca: era el doctor Silencio. El doctor de los ojos
azules resguardado detrás de una oportuna cortina de terciopelo. Bittrich tenía
una casa en las afueras, en los lindes del barrio de los Empalados con el Gran
Baldío. El chalet de las películas. La casa de la soledad que luego se
convirtió en la casa del crimen, en una zona perdida, llena de arboledas y
zarzas. Connie solía llevarme. Me quedaba en el patio jugando con los perros y
los gansos que el alemán criaba como si fueran sus hijos. Las flores crecían
salvajes entre la maleza y los hoyos de los perros. En una mañana cualquiera
entraban en la casa de diez a quince personas. Las ventanas cerradas no
impedían que oyera los lamentos que se proferían en el interior. A veces
también se reían. A la hora de comer Connie y Doris instalaban una mesa
plegable en el jardín de atrás, bajo un árbol, y los empleados de la Productora
Cinematográfica Olimpo se despachaban a gusto con latas de conserva que
Bittrich calentaba en un hornillo de gas. La gente comía directamente de las
latas o en platos de cartón. Una vez entré en la cocina, para ayudar, y al
abrir las estanterías sólo encontré enemas, cientos de enemas alineados como
para una parada militar. Todo en la cocina era falso. No había platos de
verdad, ni cubiertos de verdad, ni ollas de verdad. Así es el cine, me dijo
Bittrich mirándome con aquellos ojos azules que entonces me asustaban y que
ahora sólo me producen lástima. La cocina era falsa. Todo en la casa era falso.
¿Quién duerme aquí
por la noche? En ocasiones el tío Helmut, contestaba Connie. El tío Helmut
duerme aquí para cuidar a los perros y a los gansos y seguir trabajando.
Trabajando en el montaje de sus películas artesanales. Artesanales, pero el
negocio jamás se detenía: las películas iban destinadas a Alemania, Holanda,
Suiza. Algunas quedaban en Latinoamérica y otras se vendían en Estados Unidos,
pero la mayoría partían para Europa, que era donde Bittrich tenía los clientes.
Tal vez por eso una voz en off, la voz del alemán, narraba en su idioma los
cuadros representados. Como un cuaderno de viajes para sonámbulos. Y la
fijación por la leche materna, otra característica europea. Cuando yo
estaba dentro de Connie ésta
siguió trabajando. Y Bittrich filmó películas de leche materna. Las del tipo
Milch y Pregnant Fantasies, dedicadas al mercado de los hombres que creían o a
quienes les gustaba creer que las mujeres embarazadas tienen leche. Connie, con
una barriga de ocho meses, se apretaba los pechos y la leche fluía como lava.
Se inclinaba sobre el Pajarito Gómez o sobre Sansón Fernández o sobre ambos y
les dejaba ir un chisguetazo de leche. Trucos del alemán, Connie nunca tuvo
leche. Un poco sí, unos quince días, tal vez veinte, lo suficiente para que yo
la probara. Pero nada más. En realidad las películas eran del tipo Pregnant
Fantasies y no del tipo Milch. Ahí está Connie: gorda, rubia, y yo dentro, hecho
un ovillo, mientras ella ríe y unta con vaselina el culo del Pajarito Gómez.
Sus movimientos ya son los movimientos delicados y seguros de una madre.
Abandonada por el imbécil de mi padre, ahí está Connie, con Doris y Mónica
Farr, sonriéndose intermitentemente, intercambiando muecas y gestos
imperceptibles o secretos mientras el Pajarito mira como hipnotizado la
barriga de Connie. El misterio
de la vida
en Latinoamérica. Como un pajarito delante de una serpiente. La
Fuerza está conmigo, me dije, la primera vez que vi la película, a los
diecinueve años, llorando a moco tendido, haciendo rechinar los dientes,
pellizcándome las sienes, la Fuerza está conmigo. Todos los sueños son reales.
Hubiera querido creer que las vergas que penetraron a mi madre se encontraron
al final del sendero con mis ojos. Soñé con ello a menudo: mis ojos cerrados y
translúcidos en la sopa negra de la vida. ¿De la vida? No: de los negocios que
remedan la vida. Mis ojos en cruz, como la serpiente que hipnotiza al pajarito.
Ya saben, tonterías de joven en el cine. Todo falso, como decía Bittrich. Y
tenía razón, como casi siempre. Por eso las chicas lo adoraban. Les resultaba
grato tener al alemán cerca de ellas, una voz amiga dispuesta para el consuelo
o el consejo. Las chicas: Connie, Doris y Mónica. Tres buenas amigas perdidas
en la noche de los tiempos. Connie intentó hacer carrera en Broadway. Me parece
que nunca, ni en los peores años, rechazó la posibilidad de ser feliz. Allí, en
Nueva York, conoció a Mónica Farr y compartieron miserias e ilusiones. Fueron
camareras, vendieron sangre, hicieron de putas. Siempre buscando el hueco,
deambulando por la ciudad enganchadas a un único walkman, algo propio de
bailarinas, cada día más delgadas y más íntimas. Coristas, vicetiples. Buscando
a Bob Fosse. En una fiesta en casa de unos colombianos encontraron a
Bittrich, de paso
por Nueva York
con un lote
de su mercancía.
Hablaron hasta que amaneció. Nada de cama, sólo música y
palabras. Esa noche echaron a rodar los dados por la Séptima Avenida, el
artista prusiano y las putas latinoamericanas. Ya no había nada que hacer.
Cuando sueño, en algunas pesadillas,
vuelvo a verme reposando en el limbo
y entonces oigo, al principio lejano, el golpe de los dados en el
pavimento. Abro los ojos y grito.
Algo cambió para
siempre aquella madrugada.
Se estableció, como
la peste, el vínculo de la amistad. Después Connie y
Mónica Farr consiguieron un contrato para actuar en Panamá, en donde las
esquilmaron a conciencia. El alemán les pagó el billete para Medellín, la
tierra de Connie y un lugar tan bueno como cualquier otro para Mónica. Hay unas
fotos que las muestran en la escalerilla del avión: las tomó Doris, la única
persona que las esperaba en el aeropuerto. Connie y Mónica llevan lentes negros
y pantalones ajustados. No son muy altas, pero están bien proporcionadas. El
sol de Medellín alarga sus sombras por la pista vacía de aviones, salvo uno, en
el fondo, a medio salir de un hangar. No hay nubes en el cielo. Connie y Mónica
enseñan los dientes. Beben coca-cola junto a la parada de taxis y fingen poses
turbulentas. Turbulencias aéreas y turbulencias terrenas. Con sus gestos dan a
entender que llegan directamente de Nueva York, aureoladas por el misterio.
Luego Doris, jovencísima, aparece junto a ellas. Las tres abrazadas mientras un
galante desconocido toma la foto, apoyadas en el guardabarros del taxi y
observadas, desde el interior, por un taxista tan viejo y gastado que cuesta
creer que sea real. Así empiezan las singladuras más llenas de pasión. Un mes
después ya están filmando la primera película: Hecatombe. Mientras el mundo se
convulsiona el alemán filma Hecatombe. Una película sobre las convulsiones del
espíritu. Desde la cárcel un santo recuerda las noches de plenitud y jodienda.
Connie y Mónica lo hacen con cuatro tipos con pinta de sombras. Doris y el
ganso más grande de Bittrich pasean por la ribera de un río de poco caudal. La
noche está inusualmente estrellada. Al amanecer Doris encuentra al Pajarito
Gómez y se ponen a hacer el amor en la parte trasera de la casa de Bittrich.
Hay un gran revoloteo de gansos. Connie y Mónica aplauden asomadas a una
ventana. La verga de chicharrón del santo resplandece de semen. Fin. Los
títulos de crédito aparecen sobre la imagen de un policía durmiendo. El humor
de Bittrich. Películas celebradas por narcotraficantes y hombres de negocios.
Los tipos simples como los pistoleros o los recaderos no las entendían, ellos
de buena gana se hubieran cargado al alemán. Otra película: Kundalini. El
velorio de un ganadero. Mientras los deudos lloran y beben café con aguardiente
Connie entra en una habitación oscura llena de arreos de campo. De un ropero
gigantesco surgen dos tipos disfrazados de toro y de cóndor respectivamente.
Sin preámbulos fuerzan a Connie por las dos entradas. Los labios de Connie se
curvan dibujando una letra. Mónica y Doris se meten mano en la cocina.
Luego se ven
establos atestados de ganado y un hombre que se aproxima trabajosamente,
apartando vacas. Es el Pajarito Gómez. Nunca llega: la escena siguiente lo
muestra tendido en el barro, entre los mojones y las patas de los animales.
Mónica y Doris hacen un 69 negro en una gran cama blanca. El ganadero muerto
abre los ojos. Se incorpora y sale del ataúd ante el horror y la estupefacción
de familiares y amigos. Cubierta por el toro y por el cóndor, Connie pronuncia
la palabra Kundalini. Las vacas huyen de los establos y los títulos de crédito
aparecen sobre el cuerpo abandonado del Pajarito Gómez que poco a poco se va oscureciendo.
Otra película: Impluvio. Dos mendigos verdaderos arrastran sendos sacos por una
calle de tierra. Llegan al patio trasero de la casa de Bittrich. Encadenada de
modo que
sólo pueda permanecer
de pie encontramos
a Mónica Farr
completamente desnuda. Los mendigos vacían los sacos: una nutrida
colección de instrumentos sexuales de acero y cuero. Los mendigos se colocan
máscaras con protuberancias fálicas y arrodillados delante y detrás de Mónica
la penetran con cabezazos que resultan por lo menos ambiguos, uno no sabe si
están excitados o si las máscaras los ahogan. Acostado en un catre militar, el
Pajarito Gómez fuma. En otro catre el conscripto Sansón Fernández se hace una
paja. La cámara recorre lentamente el rostro de Mónica: está llorando. Los
mendigos se alejan arrastrando sus sacos por una miserable calle sin asfaltar.
Aún encadenada, Mónica cierra los ojos y parece dormirse. Sueña con las
máscaras, las narices de látex, los pellejos viejos que apenas contienen el
aire que respiran, tan animosos, sin embargo, en su cometido. Pellejos
sobrenaturales vaciados de todo lo esencial. Luego Mónica se viste, camina por
el centro de Medellín, es invitada a una orgía en donde encuentra a Connie y a
Doris, se besan y sonríen, se cuentan sus cosas. El Pajarito Gómez, con el
uniforme de camuflaje a medio poner, se ha quedado dormido. Antes de que
anochezca, cuando la orgía ha terminado, el dueño de la casa quiere enseñarles su posesión más preciada. Las chicas siguen a su
anfitrión hasta un jardín cubierto por un armazón de metal y cristales. El dedo
enjoyado del tipo indica algo en un extremo. Las chicas contemplan una pileta
de cemento con forma de ataúd. Al asomarse ven sus rostros dibujados en el
agua. Entonces cae el crepúsculo y los mendigos se internan por una zona de
grandes naves industriales. La música, una conga de timbaleros, sube de
volumen, se hace más siniestra y premonitoria, hasta que finalmente estalla la
tormenta. A Bittrich le encantaba ese tipo de efectos sonoros. Los truenos en
las montañas, el sonido del rayo, los árboles que caen fulminados, la lluvia
sobre los cristales. Los coleccionaba en cintas de alta calidad. Para sus
películas, decía, para conseguir un toque local, pero en realidad los apreciaba
porque sí. Toda la gama de ruidos que produce la lluvia en la selva. El tañido
del viento y del mar, acompasados o desacompasados. Sonidos para sentirse solo
y para erizar los pelos. Su joya era el rugido de un huracán. Lo escuché
siendo niño. Los actores tomaban café debajo de un árbol y Bittrich manipulaba una enorme grabadora alemana,
distanciado de los demás y ungido por la palidez que le daba el exceso de
trabajo. Ahora vas a escuchar al huracán desde dentro, me dijo. Al principio no
oí nada.
Creo que esperaba
un estruendo de
los mil demonios,
algo que dañara
los tímpanos, por lo que me sentí decepcionado al escuchar tan sólo una
especie de remolino intermitente. Rasgado e intermitente. Como una hélice de
carne. Y luego oí voces, pero no era el huracán, claro, sino los pilotos del
avión que pasaba junto a él. Voces duras hablando en español y en inglés.
Bittrich, mientras escuchaba, sonreía. Y luego oí otra vez el huracán y esta
vez lo oí de verdad. El vacío. Un puente vertical y vacío, vacío, vacío. Nunca
olvidaré aquella sonrisa
de Bittrich. Era
como si estuviera
llorando. ¿Esto es
todo?, pregunté sin querer reconocer que ya había tenido bastante. Eso
es todo, dijo Bittrich abstraído
en la cinta que giraba silenciosa. Luego detuvo la grabadora, la cerró con
mucho cuidado y volvió con los demás al interior de la casa, a seguir
trabajando. Otra película: Barquero. Por las ruinas uno podría creer que se
trata de la vida en Latinoamérica después de la Tercera Guerra Mundial. Las
chicas recorren basureros y caminos despoblados. Luego se ve un río de cauce
ancho y aguas tranquilas. El Pajarito Gómez y otros dos tipos juegan a las
cartas iluminados por una vela. Las chicas llegan a una fonda en donde los
hombres van armados. Sucesivamente hacen el amor con todos. Desde los
matorrales contemplan el río y unas maderas atadas torpemente. El Pajarito
Gómez es el barquero, al menos todos lo llaman de esa manera, pero no se mueve
de la mesa. Sus cartas son las mejores. Los maleantes comentan acerca de lo bien
que juega. Qué bien juega el barquero. Qué suerte tiene el barquero. Poco a
poco comienzan a escasear los víveres. El cocinero y el pinche de cocina
martirizan a Doris, la penetran con los mangos de enormes cuchillos de
carnicero. El hambre se enseñorea de la fonda: algunos no se levantan de la
cama, otros deambulan por los matorrales buscando comida. Mientras los hombres
van cayendo enfermos las chicas escriben como posesas en sus diarios.
Pictogramas desesperados. Se superponen las imágenes del río y las imágenes de
una orgía que nunca termina. El final es previsible. Los hombres disfrazan a
las mujeres de gallinas y después de pasarlas por el aro se las comen en medio
de un banquete nimbado de plumas. Se ven los huesos de Connie, Mónica y Doris
en el patio de la fonda. El Pajarito Gómez juega otra mano de póquer. Tiene la
suerte apretada como un guante. La cámara se coloca detrás de él y el
espectador puede ver qué cartas lleva. Los naipes están en blanco. Sobre los
cadáveres de todos ellos aparecen los títulos de crédito. Tres segundos antes
del final el río cambia de color, se tiñe de negro azabache. Película profunda
como pocas, solía recordar Doris, de esa vil manera acabamos las artistas de
cine porno, devoradas por fulanos insensibles después de ser usadas sin
descanso ni piedad. Parece que Bittrich hizo esa película para competir con las
cintas de porno caníbal que empezaron a causar sensación en aquella época. Pero
a poco que uno la vea con algo de atención se dará cuenta de que lo importante
es el Pajarito Gómez sentado en la timba. El Pajarito Gómez, que sabía vibrar
desde dentro hasta empotrarse en los ojos del espectador. Un gran actor
desperdiciado por la vida, por nuestra vida, amiguitos. Pero ahí están las
películas del alemán, todavía impolutas. Y ahí está el Pajarito Gómez
sosteniendo esas cartas llenas de polvo, con las manos y el cuello sucios, los
párpados eternamente caídos y vibrando sin tomarse un respiro. El Pajarito
Gómez, un caso paradigmático en el porno de los ochenta. Ni la tenía grande, ni
era culturista, ni gustaba a los consumidores potenciales de esa clase de
películas. Se parecía a Walter Abel. Un
aficionado que Bittrich sacó del arroyo para ponerlo delante de una cámara: el
resto era tan natural que parecía mentira. El Pajarito vibraba, vibraba y de
repente, dependiendo de la resistencia
del espectador, éste
quedaba atravesado por
la energía de
aquel trocito de hombre de apariencia tan endeble. Tan
poquita cosa, tan mal alimentado. Tan extrañamente victorioso. El actor porno
por excelencia del ciclo de películas colombianas de Bittrich. El que mejor
daba la talla de muerto y el que mejor daba la talla de ausente. También fue el
único que sobrevivió del elenco del alemán: en 1999 sólo quedaba con vida el
Pajarito Gómez, los demás habían sido asesinados o se los había llevado por
delante la enfermedad. Sansón Fernández, muerto de sida. Praxíteles
Barrionuevo, muerto en el Hoyo de Bogotá. Ernesto San Román, muerto a navajazos
en la sauna Arearea de Medellín. Alvarito Fuentes, muerto de sida en la prisión
de Cartago. Todos jóvenes y con la picha superior. Frank Moreno, muerto a
balazos en Panamá. Óscar Guillermo Montes, muerto a balazos en Puerto Berrío.
David Salazar, llamado el Oso Hormiguero, muerto a balazos en Palmira. Caídos
en ajustes de cuentas o en reyertas fortuitas. Evelio Latapia, colgado en un
cuarto de hotel en Popayán. Carlos José Santelices, apuñalado por desconocidos
en un callejón de Maracaibo. Reinaldo
Hermosilla, desaparecido en El
Progreso, Honduras. Dionisio
Aurelio Pérez, muerto a balazos
en una pulquería de México Distrito Federal. Maximiliano Moret, muerto ahogado
en el río Marañen. Vergas de 25 y 30 centímetros, a veces tan grandes que no se
podían levantar. Jóvenes mestizos, negros, blancos, indios, hijos de
Latinoamérica cuya única riqueza era un par de huevos y un pene cuarteado por
las intemperies o milagrosamente rosado quién sabe por qué extraños vericuetos
de la naturaleza. La tristeza de las vergas Bittrich la entendió mejor que nadie.
Quiero decir: la tristeza de esas pollas monumentales en la vastedad y
desolación de este continente. Ahí tienen a Óscar Guillermo Montes en la escena
de una película que ya he olvidado: el actor está desnudo de cintura para
abajo, el pene le cuelga fláccido y goteante. El pene es oscuro y arrugado y
las gotas son de leche brillante. Detrás del actor se abre el paisaje:
montañas, cañadas, ríos, bosques, cordilleras,
cúmulos de nubes,
tal vez una
ciudad y un
volcán y un
desierto. Óscar Guillermo Montes
está subido en un promontorio y un vientecillo helado le acaricia un mechón de
pelo. Eso es todo. Parece un poema de Tablada, ¿verdad?, pero ustedes nunca
oyeron hablar de Tablada. Tampoco Bittrich, en realidad no importa, ahí está la
película, debo de tener el vídeo por alguna parte, ahí está la soledad a la que
me refería. El paisaje imposible y el cuerpo imposible. ¿Qué pretendió Bittrich
al filmar esa secuencia? Justificar la amnesia, nuestra amnesia? ¿Hacer el
retrato de los ojos cansados de Óscar Guillermo? ¿Enseñarnos simplemente un
pene sin circuncidar goteando en la vastedad del continente?
¿Una sensación de
grandeza inútil, de muchachos guapos y sin escrúpulos destinados al sacrificio:
desaparecer en la vastedad del caos? Quién sabe. Sólo el aficionado Pajarito
Gómez, cuyos atributos con mucho trabajo alcanzaban los 18 centímetros, era
inaprehensible. El alemán flirteaba con la muerte, ¡no le importaba un carajo
la muerte!, flirteaba con la soledad y con los agujeros negros, pero con el
Pajarito nunca quiso ni pudo. Inasible, ingobernable, el Pajarito entraba en el
ojo de la cámara por casualidad, como si pasara por allí y se hubiera detenido
a mirar. Entonces se ponía a vibrar, sin dosificarse, y los espectadores, ya
fueran pajeros solitarios u hombres de negocios que ponían el vídeo por vicio,
sin apenas echarle más que un par de miradas, eran atravesados por los humores
de aquella cosita. ¡Licor prostático eran las emanaciones del Pajarito Gómez! Y
eso era algo distinto que
no cabía en
las elucubraciones del
alemán. Bittrich lo
sabía y generalmente cuando
aparecía el Pajarito no había efectos adicionales, ni música ni sonidos de
ninguna especie, nada que distrajera la atención del espectador de lo
verdaderamente importante: el Pajarito
Gómez hierático, chupado o
chupador, cogedor o cogido, pero
siempre, como quien no quiere la cosa, vibrando. A los protectores del alemán
les desagradaba profundamente esta
capacidad, ellos hubieran
preferido que el
Pajarito trabajara en el Mercado Central descargando camiones, que fuera
usado sin límite y que luego desapareciera. Y sin embargo no hubieran sabido
explicar qué era lo que no les gustaba de él, sólo intuían vagamente que era un
tipo capaz de atraer la mala suerte y causar desazón en los corazones. A veces,
cuando recuerdo mi infancia, pienso en lo que Bittrich debió de sentir por sus
protectores. A los narcotraficantes los respetaba, al fin y al cabo eran los
del dinero y Bittrich, como buen europeo, respetaba el dinero, un punto de
referencia en medio del caos. Pero los militares y policías corruptos, qué
debió pensar de ellos, él, que era alemán y que leía libros de historia. Qué
caricaturescos debieron de parecerle, cómo debió de reírse de ellos, por las
noches, después de alguna reunión agitada. Monos con uniformes de las SS, ni
más ni menos. Y Bittrich, solo en su casa, rodeado de sus vídeos y de sus
sonidos tremendos, cuánto debió de reírse. Y eran esos monos, con su sexto
sentido, los que querían sacar al Pajarito del negocio. Esos monos patéticos e
infames los que se atrevían a sugerirle a él, un cineasta alemán en el exilio
permanente, a quién debía y a quién no debía contratar. Imaginaos a Bittrich
después de una de esas reuniones: en la casa oscura del barrio de los
Empalados, cuando ya todos se han marchado excepto él, que bebe ron y fuma
Delicados mexicanos en la habitación más grande, la que le sirve de estudio y
de dormitorio. En la mesa hay vasos de papel con restos de whisky. Sobre la
tele dos o tres vídeos, las últimas producciones de la Productora
Cinematográfica Olimpo. Agendas y hojas arrancadas, rellenas de números,
sueldos, coimas, bonificaciones. Dinero de bolsillo. Y en el aire las palabras
del comisario de policía, del teniente de aviación, del coronel del Servicio de
Inteligencia Militar: queremos lejos a ese pájaro de mal agüero. A la gente le
revuelve el estómago verlo en nuestras películas. Es de mal gusto tener
a esa babosa jodiéndose a las chicas. Pero Bittrich los dejaba hablar, los
estudiaba en silencio y luego hacía lo que le venía en gana. Total, sólo era
cine porno, nada verdaderamente rentable. Así fue como el Pajarito se quedó con
nosotros aunque a los capitalistas de la productora les resultara inquietante
su presencia. El Pajarito Gómez. Un tipo callado y no muy cariñoso al que las
chicas, sin que se sepa por qué, le tomaron un afecto especial. Todas, por
motivos laborales, se lo pasaron por la piedra y en todas el Pajarito dejó un
regusto extraño, algo que no se sabía muy bien qué era y que invitaba a
repetir. Supongo que estar con el Pajarito era como estar en ninguna parte.
Doris incluso llegó a vivir un tiempo con él, pero la cosa no resultó. Doris y
el Pajarito: seis meses entre el hotel Aurora, que era donde vivía él, y el
apartamento en la Avenida de los Libertadores. Demasiado bonito para que
durara, ya saben, los espíritus singulares no soportan tanto amor, tanta
perfección encontrada por casualidad. Si Doris no hubiera tenido ese cuerpo y
además hubiera sido muda, y si el Pajarito
jamás hubiera vibrado.
Durante la filmación
de Cocaína, una de las
peores películas de Bittrich, el asunto terminó de romperse. De todas
maneras siguieron siendo amigos hasta el final. Muchos años después, cuando ya
todos estaban muertos, busqué al Pajarito. Vivía en un apartamento minúsculo,
de una sola habitación, en una calle que daba al mar, en Buenaventura.
Trabajaba de camarero en el restaurante de un policía jubilado, La Tinta del
Pulpo, el lugar ideal para alguien que temiera ser descubierto. De la casa al
trabajo y del trabajo a casa, con una breve escala en una tienda de vídeos
donde solía alquilar una o dos películas cada día. Películas de Walt Disney y
el viejo cine colombiano, venezolano y mexicano. Todos los días puntual como un
reloj. De su apartamento sin ascensor a La Tinta del Pulpo y de allí, entrada
la noche, a su apartamento, con las películas bajo el brazo. Nunca llevaba
comida, sólo películas. Y las alquilaba indistintamente al ir o al volver, en
la misma tienda, un tugurio de tres metros por tres que permanecía abierto
dieciocho horas al día. Lo busqué por capricho, porque me dio la venada. Lo
busqué y lo encontré en 1999,
fue fácil, no
tardé más de
una semana. El Pajarito
tenía entonces cuarentainueve
años y aparentaba diez más. No se sorprendió al llegar a casa y encontrarme
sentado en la cama. Le dije quién era, le recordé las películas que había hecho
con mi madre y con mi tía. El Pajarito cogió una silla y al sentarse se le
cayeron los vídeos. Has venido a matarme, Lalito, dijo. Una película era de
Ignacio López Tarso y la otra de Matt Dillon, dos de sus actores favoritos. Le
recordé los viejos tiempos de Pregnant Fantasies. Los dos sonreímos. Vi tu
pichula transparente como gusano, porque tenía los ojos abiertos, ya sabes,
vigilando tu ojo de cristal. El Pajarito asintió con la cabeza y luego se
sorbió los mocos. Siempre fuiste un niño listo, dijo, también fuiste un feto
listo, con los ojos abiertos, por qué no. Te vi, eso es lo importante, dije.
Allí dentro eras rosado al principio pero luego te volviste transparente y te
cagaste de asombro, Pajarito. Entonces no tenías miedo, te movías con tanta
rapidez que sólo los animales pequeños y los fetos podían verte. Sólo las
cucarachas, las liendres, las ladillas y los fetos. El Pajarito miraba el
suelo. Lo oí susurrar: etcétera, etcétera. Luego dijo: nunca me gustó esa clase
de películas, una o dos está bien, pero tantas es un crimen. Hasta donde cabe
soy una persona normal. Por Doris tuve un cariño sincero, tu madre siempre
encontró un amigo en mí, cuando eras pequeño nunca te hice daño. ¿Lo recuerdas?
No fui yo el promotor del negocio, nunca traicioné a nadie, nunca maté a nadie.
Trafiqué un poco y robé un poco, como todos, pero ya ves, no pude jubilarme bien.
Luego recogió las películas del suelo, puso en el vídeo la de López Tarso y
mientras pasaban las imágenes sin sonido se echó a llorar. No llores, Pajarito,
le dije, no vale la pena. Ya no vibraba. O tal vez todavía vibrara un poquito y
yo sentado en la cama recogí esos restos de energía con la voracidad de un
náufrago. Es difícil vibrar en un apartamento tan reducido, con ese olor a
caldo de gallina que se colaba por todos los resquicios. Es difícil percibir
una vibración si tienes los ojos fijos en Ignacio López Tarso gesticulando
mudo. Los ojos de López Tarso en blanco y negro: ¿cómo se podía fundir tanta
inocencia y tanta malicia? Un buen actor, señalé, por decir algo. Un padre de
la patria, corroboró el Pajarito. Tenía razón. Luego susurró: etcétera, etcétera.
Pinche Pajarito jodido. Durante mucho rato permanecimos en silencio: López
Tarso se deslizó por su argumento como
un pez en el interior de una ballena,
las imágenes de Connie,
Mónica y Doris brillaron unos
segundos en mi cabeza y la vibración del Pajarito se hizo imperceptible. No he
venido a liquidarte, le dije finalmente. En aquella época, cuando aún era
joven, me costaba emplear la palabra matar. Nunca mataba: daba el billete,
borraba, hundía, desintegraba, hacía puré, desmenuzaba, dormía, pacificaba,
quebrantaba, malograba, abrigaba,
ponía bufandas y sonrisas perennes, archivaba,
vomitaba. Quemaba. Pero
al Pajarito no lo quemé, sólo quería verlo y platicar un rato con él.
Sentir su tictac y recordar mi pasado. Gracias, Lalito, dijo, y luego se
levantó y llenó una palangana con el agua de una garrafa. Con movimientos
exactos, artísticos y resignados, se lavó las manos y la cara. Cuando yo era
niño, Connie, Mónica, Doris, Bittrich, el Pajarito, Sansón Fernández, todos me
llamaban así: Lalito. Lalito Cura jugando con los gansos y los perros en el
jardín de la casa del crimen, que para mí era la casa del aburrimiento y a
veces del asombro y la felicidad. Ahora no hay tiempo para aburrirse, la
felicidad desapareció en algún lugar de la tierra y sólo queda el asombro. Un
asombro constante, hecho de cadáveres y de personas comunes y corrientes como
el Pajarito, que me daba las gracias. Nunca pensé en matarte, dije, conservo
todas tus películas, no las veo muy a menudo, lo reconozco, sólo en momentos
especiales, pero las guardo con cuidado.
Soy un coleccionista de tu pasado cinematográfico, le dije. El Pajarito volvió
a sentarse. Ya no vibraba: de reojo miraba la película de López Tarso y en su
reposo se traslucía la paciencia de las rocas. Eran las dos de la
mañana según el
despertador de la
cama. La noche
anterior había soñado
que encontraba al Pajarito desnudo
y que mientras lo montaba le gritaba al oído palabras ininteligibles
acerca de un tesoro escondido. O acerca de una ciudad subterránea. O acerca de
un difunto envuelto en papeles que resistían la podredumbre y el paso del
tiempo. Pero ni siquiera puse mi mano en su hombro. Te dejaré dinero, Pajarito,
para que vivas sin trabajar. Te compraré lo que quieras. Te llevaré a un lugar
tranquilo donde puedas dedicarte a contemplar a tus actores favoritos. En el
barrio de los Empalados no hubo nadie como tú, dije. Paciencia de piedra,
Ignacio López Tarso y el Pajarito Gómez me miraron. Los dos con una mudez
enloquecida. Con los ojos llenos de humanidad y de miedo y de fetos perdidos en
la vastedad de la memoria. Fetos y otros seres pequeños con los ojos abiertos.
Amiguitos, por un instante tuve la sensación de que el apartamento entero se
ponía a vibrar. Luego me levanté con mucho cuidado y me marché.