Los días de infortunio: Paul Valéry
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Paul Valéry © Cortesía Forzada |
Por CortesíaForzada
Es casi un impertinente balbuceo tratar de hablar sobre Paul Valéry
(1871-1945) y hacer justicia a su grandísima figura, una de las poesías
tutelares del siglo XX. Faro insoslayable de la Europa de las primeras décadas
del XX, este poeta francés vivió los períodos más convulsos de las grandes
guerras y mantuvo contacto con gran parte de la intelectualidad de aquel
occidente, por lo que su correspondencia abarca cientos de páginas que contemplan
las atmósferas de unos años infaustos. CortesíaForzada ha seleccionado tres
cartas que le escribiese Paul Valéry a la argentina Victoria Ocampo, directora de la imperecedera Revista Sur, en los
años en que Hitler asediaba a una Europa cada vez más desencantada. Aquí aflora un Valéry íntimo, conmovedor y agobiado
por los años de horror que precedieron a su muerte en las postrimerías de la
gran guerra. La traducción original de esta correspondencia apareció en la Revista
Sur, durante octubre de 1945, pocos meses después de
que claudicase la voz del maestro.
Château du Mesnil,
Juziers, Seine et Oise.
2 de octubre de
1939.
Querida amiga Victoria:
Le agradezco de todo corazón su buena carta y los artículos que me
envía. Estoy tanto más conmovido por su amistad en estas circunstancias cuanto
que me encuentro muy triste en esta quinta de donde voy tres o cuatro veces por
semana a París. No veo ante mí sino inquietudes de toda clase. Los muchachos
están bajo las armas; su destino y su porvenir han entrado en la niebla más
espesa. Por otra parte, mi propia suerte está materialmente amenazada, porque
preveo, a breve término, tiempos muy difíciles. Voy a tener 68 años el 30 de
este mes, y es probable que me vea obligado a hacer cualquier cosa, a pesar de
mi edad, para subsistir y hacer subsistir.
Le pido disculpas por hablarle de estos asuntos personales. Cuando se
vive en una casi soledad, encerrado, y friolentamente sombrío dentro de los
pliegues de la lana, con la mirada fija en los árboles agobiados por la lluvia,
es casi imposible no continuar escribiendo a la muy lejana amiga el monólogo
moroso de la caída de la tarde.
Pero ¿qué decir de los acontecimientos? Le confieso que mis
pensamientos, que se formaron en un mundo distinto, y para un mundo distinto,
se resumen actualmente en fórmulas de excomunión para los hombres y en accesos
de cólera suscitados por su tontería. Porque es ésa la gran enemiga...
Sin embargo, estoy contento de mi país, asombroso de simplicidad y de
orden natural en esta formidable revolución. Digo “revolución”. Lo que ocurre
es guerra, sin duda. Pero mucho más que una guerra.
Quizá debamos considerar que, desde 1914, somos, en Europa, los testigos
y las víctimas de enormes fenómenos de geología social, política y económica
cuyas sacudidas tal vez caven un abismo de servidumbre y de ignorancia crédula
en el sitio donde se levantaron montañas cargadas de dioses y deidades de los cuales
nuestras obras no eran sino los oráculos o bien las loas. He dicho y escrito
algo parecido, hace mucho tiempo.
Le envío cuatro líneas cuya falta de peso usted disculpará. En estos
días no estoy en condiciones de hacer nada que valga. Por lo tanto, publíquelas
usted, si quiere. No las publique, hará mejor.
Finalmente, tengo que decirle una pequeñez de orden privado. En Buenos
Aires hay una exposición de arte francés. Le agradecería que me dijera cómo es.
Mis parientes Rouart han enviado a ella algunos de sus más hermosos Manet (mi
prima era la sobrina del gran pintor, y la hija de B. Morisot). Quisieran tener
noticias de sus cuadros.
Y también: mi mujer ha prestado asimismo un Manet (algunas grandes
flores) y las vendería gustosa si obtuviera un buen precio por ellas.
Le he dado amplia libertad sobre el asunto y ningún consejo. En nuestra
época no sabemos ya qué hay que hacer, estando el futuro, que era el blanco de
los consejos, enteramente y exactamente sin rostro y sin voz.
Si usted conociese un aficionado...
La dejo. La abrazaría gustoso si no estuviera usted tan lejos, si yo
tuviera permiso para ello y si este muy viejo señor no fuera un horrible objeto
— ¡y tan triste!
Suyo,
PAUL VALÉRY.
Dinard, 17/6/40.
DÍA DE INFORTUNIO.
Victoria: lloro al escribirle. El barco naufraga... Se hizo lo que se
pudo. Nada iguala a lo que realizaron nuestros hijos. Pero el número y la
bestialidad nos aplastan. ¡La traición en el Norte, la cobardía fratricida en
el Sur han permitido el triunfo de una bestia misteriosa!
He vivido demasiado. Tal vez haya un mañana para otros. Pero la
civilización, que era nuestra razón, de vivir, está herida en el corazón mismo
del país que la mantenía aún en todo lo posible.
Ahora el desastre público engendra todos los desastres privados. Ya no
tengo noticias de mis hijos y de mi yerno. En cuanto a mí, no sé qué será de
mí, con los míos, mi mujer, mi hija encinta y mi nuera. No tengo ninguna idea
de nuestro porvenir material. Tal vez, si consigo durar, estaré obligado, a mi
edad, a buscar trabajo no sé dónde — por el mundo.
Pero hoy la Poética y el pensamiento valen menos aún que nuestro papel
moneda.
Sin embargo, no puedo menos, a través de mi desesperación, de sentir
relámpagos de potencia espiritual, breves señales de energía que me tienden
hacia el propósito de emplearme en hacer que renazca la luz de mi país. La
extrema desgracia ilumina todas las culpas, pero engendra en el alma fuerzas e
ideas que sólo pueden provenir de fuentes situados en lo que todavía no es y
podría ser.
La abrazo como a una hermana de mi espíritu. Sus telegramas me han dado
un poco de triste consuelo en este momento atrozmente histórico. Pero, en fin,
hemos conservado el honor.
De
todo corazón,
PAUL VALÉRY.
París, 16 de mayo de 1943.
Mi querida y buena Victoria:
Estoy maravillado, pero también conmovido, encantado y enternecido al
recibir de usted ese paquete tan precioso que su embajada me ha hecho llegar
amablemente.
¡Cosa muy admirable! ¡Esos objetos esenciales me quedan como guantes!
¡Es milagroso! ¡Puedo bailar! Sólo me faltan las ganas; y además, ¡me sobran
cincuenta años! ¡Bien sabe Dios que necesitaba de estos permisos para circular!
Pero ¿de qué no necesitamos? Gastamos las tres cuartas partes de lo que nos
queda de inteligencia en encontrar, acá y allá, lo que nos es indispensable.
Este invierno estuve enfermo una vez más. El viejo hombre resiste mal
todas estas privaciones y preocupaciones.
Sin embargo, hay que trabajar más que nunca. Si pudiese, al menos,
trabajar en lo que me gusta... Mi Fausto espera siempre que lo continúe. He
hecho dos actos — y dos actos (porque mi proyecto comprende varios dramas o
féeries independientes) y los he publicado en una edición de 110 ejemplares
para las Ciento una, mujeres bibliófilas. Pero hasta esos cuatro actos los
considero bosquejos. Mi Fausto es un ser que ha agotado todo lo que puede darle
la vida y que está fabulosamente harto de ella. Pero está condenado a vivir.
Domina por completo a mi Mefistófeles, a quien considera como un pobre diablo,
sin cerebro alguno, y a quien las transformaciones del mundo moderno
desconciertan y deprecian.
Pero en vez de divertirme con estos títeres, estoy devorado por trabajos
sin gracia y sin calor. Dicto mi curso en el Colegio de Francia. Hago prefacios
(!) Nadie en el mundo ha hecho tantos como yo.
De usted, Victoria, sólo sé sus bondades. Créame que es algo grande y
profundo saber que existe en tierra feliz y libre un ser de su especie, en cuyo
pensamiento es uno lo que quisiera ser, y que piensa en nuestra vieja Europa
perdida. Porque perece. Lo he dicho y predicho desde hace cincuenta años, en
1895 como en 1919. No sé si usted recuerda lo que dije también en la exposición
de la Argentina, en la Biblioteca Nacional, hace algunos años.
Sí; no sé de usted sino sus bondades. ¿Qué es de usted, qué es de Sur,
qué vida vive usted? ¿Y quién sabe cómo y cuándo nos volveremos a ver?
Quisiera que estas líneas le llegaran. Nada son comparadas con todo lo
que tengo en el corazón para decirle, con todo mi afecto, con toda mi gratitud,
y además ¡con tantas otras cosas sobre tantos otros temas!
Enteramente suyo, querida y noble amiga, y la abrazo,
PAUL VALÉRY.
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