La última morada de Tolstói
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Tumba de Toltsói © Alba Editorial |
Por CortesíaForzada
Ese gran escritor que fue Stefan Zweig (1881-1942) legó a la humanidad páginas memorables y cargadas de un humanismo a ultranza, con el que hizo frente a los años más aciagos de una Europa plagada de guerras y totalitarismos. Hombre que recorrió gran parte del occidente de su época, en ocasiones por voluntad propia, las más de las veces por necesidad imperiosa de supervivencia, Zweig tuvo frente a sí los grandes acontecimientos, a sus contemporáneos imprescindibles y los espacios memorables de una humanidad que se cernía ante el horror. CortesíaForzada ha querido traerle el relato que Zweig escribió sobre la tumba de uno de los autores mayores de la literatura, Lev Tolstói. El siguiente fragmento, en la traducción de Joan Fontcuberta, forma parte de El mundo de ayer, nombre de las memorias del austriaco, escritas poco antes de su suicidio en Brasil y publicadas de forma póstuma en Estocolmo. Sepa usted juzgarlo bien y plantar sus propios árboles.
Por Stefan Zweig
Y es que no he visto en Rusia nada tan grandioso y conmovedor como la
tumba de Tolstói. Se halla este lugar de peregrinaje en un paraje apartado y
solitario incrustado en el bosque. Un sendero estrecho conduce hasta el túmulo,
que no es más que un cuadrado de tierra amontonada que nadie cuida ni vigila,
excepto la sombra que sobre él proyectan unos cuantos árboles altísimos. Según
me contó su nieta ante la tumba, los había plantado el propio Tolstói. Su
hermano Nikolái y él de pequeños habían oído decir a una mujer de pueblo que el
trozo de tierra donde se plantan árboles se convierte en un lugar de felicidad.
Y así, medio jugando, ya anciano, se acordó de aquella promesa maravillosa y
aquellos árboles que él mismo había plantado. Todo se hizo de acuerdo con su
voluntad y su tumba se convirtió en la más impresionante del mundo gracias a su
conmovedora sencillez. Un pequeño túmulo rectangular en medio del bosque,
sombreado por unos árboles en flor… Nulla
crux, ¡nulla corona! Ninguna cruz, ninguna lápida, ningún epitafio. El gran
hombre que, como ningún otro, había sufrido por su nombre y por su fama, fue
enterrado anónimamente, igual que un vagabundo encontrado por casualidad o un
soldado desconocido. Nadie se ve privado de acercarse a su tumba; la pequeña
valla de madera que la rodea no está cerrada. Nada guarda la quietud de aquel
hombre inquieto, salvo el respeto de los hombres. Mientras que, por lo general,
la curiosidad los empuja a apiñarse ante la suntuosidad de una sepultura, aquí,
la contundente sencillez aleja a toda fisgonería. El viento sopla como palabra
de Dios sobre la tumba del hombre anónimo; ninguna voz más; se podría pasar por
delante de ella sin saber otra cosa sino que allí yace alguien, un ruso
enterrado en tierra rusa. Ni la cripta de Napoleón bajo el arco de mármol de
los Inválidos ni el sepulcro de Goethe en el panteón de los príncipes ni
ninguno de los monumentos funerarios de la abadía de Westminster impresionan
tanto con su aspecto como esta tumba conmovedora en su anonimato, magnífica en
su silencio, perdida en medio del bosque y rodeada tan sólo por el susurro del
viento; sin mensaje alguno, sin palabras.