Escritores traviesos
Por CortesíaForzada
¿Cómo se interconectan Bahía Cochinos, dos argentinos, un colombiano, un
dictador guatemalteco y una delirante travesía por los confines de la
imaginación? Pues bien, CortesíaForzada le
invita a leer este texto de García Márquez, publicado por primera vez el
miércoles 16 de diciembre de 1981 en la edición impresa de El País de España. Acá el premio Nobel colombiano revive su época
de Prensa Latina, las tensiones de la
llamada Guerra Fría y cómo el oficio del periodista, además de ser el más bello
del mundo para él, trastornaba siempre los límites de la exacerbada creatividad
humana.
A Beautiful Mind (2001) es una película de Ron Howard donde nos presentan al flamante
John Nash subsumido en los desvaríos de la Guerra Fría y encerrado en un
cobertizo buscando códigos secretos que desestabilicen al mundo. Era la época y
no se había filtrado la base de datos de Facebook. Trabajando en Cuba, el
escritor argentino Rodolfo Walsh hacía cosas similares durante aquella época,
también comerciaba con libros milenarios, traducía grandes relatos policiales,
escribía algunos mejores, inventaba géneros y se adelantaba a Truman Capote
aunque no lo dijeran mucho por la radio.
Acá le dejamos a merced de la pluma y la fuerza garciamarquianas que lo
van a llevar por un relato que bien merece un guión y una película de primer
nivel sobre conspiradores pura raza y paso fino.
Uno de mis mejores recuerdos de periodista es la forma en que el
Gobierno revolucionario de Cuba se enteró, con varios meses de anticipación, de
cómo y dónde se estaban adiestrando las tropas que habían de desembarcar en la
bahía de Cochinos. La primera noticia se conoció en la oficina central de
Prensa Latina, en La Habana, donde yo trabajaba en diciembre de 1960, y se
debió a una casualidad casi inverosímil. Jorge Ricardo Masetti, el director
general, cuya obsesión dominante era hacer de Prensa Latina una agencia mejor
que todas las demás, tanto capitalistas como comunistas, había instalado una
sala especial de teletipos sólo para captar y luego analizar en junta de
redacción el material diario de los servicios de Prensa del mundo entero.
Dedicaba muchas horas a escudriñar los larguísimos rollos de noticias que se
acumulaban sin cesar en su mesa de trabajo, evaluaba el torrente de información
tantas veces repetido por tantos criterios e intereses contrapuestos en los
despachos de las distintas agencias y, por último, los comparaba con nuestros
propios servicios. Una noche, nunca se supo cómo, se encontró con un rollo que
no era de noticias sino del tráfico comercial de la Tropical Cable, filial de
la All American Cable en Guatemala. En medio de los mensajes personales había
uno muy largo y denso, y escrito en una clave intrincada. Rodolfo Walsh, quien
además de ser muy buen periodista había publicado varios libros de cuentos
policiacos excelentes, se empeñó en descifrar aquel cable con la ayuda de unos
manuales de criptografía que compró en alguna librería de viejo de La Habana.
Lo consiguió al cabo de muchas noches insomnes, y lo que encontró dentro no
sólo fue emocionante como noticia, sino un informe providencial para el
Gobierno revolucionario. El cable estaba dirigido a Washington por un
funcionario de la CIA adscrito al personal de la Embajada de Estados Unidos en
Guatemala, y era un informe minucioso de los preparativos de un desembarco
armado en Cuba por cuenta del Gobierno norteamericano. Se revelaba, inclusive,
el lugar donde iban a prepararse los reclutas: la hacienda de Retalhuleu, un
antiguo cafetal en el norte de Guatemala. Idea
magistral
Un hombre con el temperamento de Masetti no podía dormir tranquilo si no
iba más allá de aquel descubrimiento accidental. Como revolucionario y como
periodista congénito se empeñó en infiltrar un enviado especial en la hacienda
de Retalhuleu. Durante muchas noches en claro, mientras estábamos reunidos en
su oficina, tuve la impresión de que no pensaba en otra cosa. Por fin, y tal
vez cuando menos lo pensaba, concibió la idea magistral. La concibió de pronto,
viendo a Rodolfo Walsh que se acercaba por el estrecho vestíbulo de las
oficinas con su andadura un poco rígida y sus pasos cortos y rápidos. Tenía los
ojos claros y risueños detrás de los cristales de miope con monturas gruesas de
carey, tenía una calvicie incipiente con mechones flotantes y pálidos y su piel
era dura y con viejas grietas solares, como la piel de un cazador en reposo.
Aquella noche, como casi siempre en La Habana, llevaba un pantalón de paño muy
oscuro y una camisa blanca, sin corbata, con las mangas enrolladas hasta los
codos. Masetti me preguntó: "¿De qué tiene cara Rodolfo?". No tuve
que pensar la respuesta porque era demasiado evidente. "De pastor
protestante", contesté. Masetti replicó radiante: "Exacto, pero de
pastor protestante que vende biblias en Guatemala". Había llegado, por
fin, al final de sus intensas elucubraciones de los últimos días.
Como descendiente directo de irlandeses, Rodolfo Walsh era además un
bilingüe perfecto. De modo que el plan de Masetti tenía muy pocas posibilidades
de fracasar. Se trataba de que Rodolfo Walsh viajara al día siguiente a Panamá,
y desde allí pasara a Nicaragua y Guatemala con un vestido negro y un cuello
blanco volteado, predicando los desastres del apocalipsis que conocía de
memoria y vendiendo biblias de puerta en puerta, hasta encontrar el lugar
exacto del campo de instrucción. Si lograba hacerse a la confianza de un
recluta habría podido escribir un reportaje excepcional. Todo el plan fracasó
porque Rodolfo Walsh fue detenido en Panamá por un error de información del
Gobierno panameño. Su identidad quedó entonces tan bien establecida que no se
atrevió a insistir en su farsa de vendedor de biblias.
Masetti no se resignó nunca a la idea de que las agencias yanquis
tuvieran corresponsales propios en Retalhuleu mientras que Prensa Latina debía
conformarse con seguir descifrando los cables secretos. Poco antes del
desembarco, él y yo viajábamos a Lima desde México y tuvimos que hacer una
escala imprevista para cambiar de avión en Guatemala. En el sofocante y sucio
aeropuerto de la Aurora, tomando cerveza helada bajo los oxidados ventiladores
de aspas de aquellos tiempos, atormentado por el zumbido de las moscas y los
efluvios de frituras rancias de la cocina, Masetti no tuvo un instante de
sosiego. Estaba empeñado en que alquiláramos un coche, nos escapáramos del
aeropuerto y nos fuéramos sin más vueltas a escribir el reportaje grande de
Retalhuleu. Ya entonces le conocía bastante para saber que era un hombre de
inspiraciones brillantes e impulsos audaces, pero que, al mismo tiempo, era muy
sensible a la crítica razonable. Aquella vez, como en algunas otras, logré
disuadirle. "Está bien, che", me dijo, convencido a la fuerza.
"Ya me volviste a joder con tu sentido común". Y luego, respirando por
la herida, me dijo por milésima vez:
-Eres un liberalito tranquilo.
En todo caso, como el avión demoraba, le propuse una aventura de
consolación que él aceptó encantado. Escribimos a cuatro manos un relato
pormenorizado con base en las tantas verdades que conocíamos por los mensajes
cifrados, pero haciendo creer que era una información obtenida por nosotros
sobre el terreno al cabo de un viaje clandestino por el país. Masetti escribía
muerto de risa, enriqueciendo la realidad con detalles fantásticos que iba
inventando al calor de la escritura. Un soldado indio, descalzo y escuálido,
pero con un casco alemán y un fusil de la guerra mundial, cabeceaba junto al
buzón de correos, sin apartar de nosotros su mirada abismal. Más allá, en un
parquecito de palmeras tristes, había un fotógrafo de cámara de cajón y manga
negra, de aquellos que sacaban retratos instantáneos con un paisaje idílico de
lagos y cisnes en el telón de fondo. Cuando terminamos de escribir el relato
agregamos unas cuantas diatribas personales que nos salieron del alma, firmamos
con nuestros nombres reales y nuestros títulos de Prensa, y luego nos hicimos
tomar unas fotos testimoniales, pero no con el fondo de cisnes, sino frente al
volcán acezante e inconfundible que dominaba el horizonte al atardecer. Una copia
de esa foto existe: la tiene la viuda de Masetti en La Habana. Al final metimos
los papeles y la foto en un sobre dirigido al señor general Miguel Ydígoras
Fuentes, presidente de la República de Guatemala, y en una fracción de segundo
en que el soldado de guardia se dejó vencer por la modorra de la siesta echamos
la carta al buzón. Alguien había dicho en público por esos días que el general
Ydígoras Fuentes era un anciano inservible, y él había aparecido en la
televisión vestido de atleta a los 69 años, y había hecho maromas en la barra y
levantado pesas, y hasta revelado algunas hazañas íntimas de su virilidad para
demostrarles a sus televidentes que todavía era un militar entero. En nuestra
carta, por supuesto, no faltó una felicitación especial por su ridiculez
exquisita.
Masetti estaba radiante. Yo lo estaba menos, y cada vez menos, porque el
aire se estaba saturando de un vapor húmedo y helado y unos nubarrones
nocturnos habían empezado a concentrarse sobre el volcán. Entonces me pregunté
espantado qué sería de nosotros si se desataba una tormenta imprevista y se
cancelaba el vuelo hasta el día siguiente, y el general Ydígoras Fuentes
recibía la carta con nuestros retratos antes de que nosotros hubiéramos salido
de Guatemala. Masetti se indignó con mi imaginación diabólica. Pero dos horas
después, volando hacia Panamá, y a salvo ya de los riesgos de aquella travesura
pueril, terminó por admitir que los liberalitos tranquilos teníamos a veces una
vida más larga, porque tomábamos en cuenta hasta los fenómenos menos
previsibles de la naturaleza. Al cabo de veintiún años, lo único que me
inquieta de aquel día inolvidable es no haber sabido nunca si el general
Ydígoras Fuentes recibió nuestra carta al día siguiente, como lo habíamos
previsto durante el éxtasis metafísico.